“Cuando se ama, incluso se puede prescindir de la felicidad. La vida es bella aun cuando se sufre. Vivir es grato, cualquiera que sea la clase de vida.”

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski

Todo se quema afuera. Las llamas arden mientras la madera cruje, los edificios se desploman. La ciudad está en ruinas, nada ni nadie puede parar esta suerte de desastre anunciado. La sociedad se ha desplomado, las profundas diferencias de los excluidos unificó (con total acierto) a las distintas voluntades que entretejían al pueblo. Todo se quema afuera. Y se viene abajo la ciudad.

Mientras los niños lloran asustados, algunos ladrones aprovechan el desorden para saquear tiendas y bodegas donde se almacena el grano y las especias, se roban el pan y las monedas, los trajes y los zapatos, se llevan los pescados y los perfumes. ¿Qué tan intenso puede llegar a ser el dolor de un pueblo? Y aun si el pueblo actuara, si todo se tuviera que reedificar, ¿cuánto duraría esa paz, esa calma?

Ella sonrió y a mí me gustaron sus dientes, me gustó su rostro iluminado por la sencilla pretensión de la flor y quise regalarle todas las flores que me encontraba a diario por los caminos

La agitación y la pasividad de una sociedad son, evidentemente, la misma enfermedad pero con distinto nombre. Si un solo hombre al final de sus días puede llegar a sentir el vacío de todas las causas perdidas de su vida, no quisiera imaginar lo que sucede al interior de una sociedad cuando el sadismo de lo existencial se congrega y estalla dentro de sí, como un ave alzando el vuelo, anunciando que llega el invierno.

Por suerte, siempre he vivido lejos de la ciudad. Allá todo arde. Un lugar que no conoce la oscuridad, en el que las bestias no hallan reposo y en el que los hombres adquieren hábitos cada vez más extraños. Allá también se habla de algo que no entendía. El otro día llegaron unos señores muy bien vestidos a enseñarnos algo sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Poco entendí en ese momento, la verdad. Solo recordaba las palabras por su sonido. A fin de cuentas tampoco importaban, lo que pasa acá en el campo es muy distinto, no hay tiempo para leer, ni mucho menos para escribir, acá trabajamos de sol a sol, como nos enseñaron nuestros padres. Yo creo que por eso es que mi suegra, en el fondo, nunca me quiso: por ser un campesino hijo de campesinos.

Ella era la dueña de un terreno muy fértil que queda cerca a mi casa, –  a esta casa diré, desde donde me he decidido a contarles parte de mi vida –. No vivía acá, tenía una casa en la ciudad y allá pasaba largas semanas con Camcas, mi esposa, quien a pesar de tenerlo todo en la urbe siempre prefirió la vida pastoril. Yo era feliz cuando mi padre me ordenada cuidar de las ovejas y ordeñar a algunas cabras que teníamos, entonces podía pasar por la casona y asegurarme de que Camcas estuviese ahí, en el jardín de hortensias que los muchachos campesinos como yo cuidaban con tanta dedicación.

Un día no aguanté más y decidí hablarle. Grité “¡Niña!” desde el cercado y le entregué una flor muy rara que había arrancado de un matorral que quedaba en la parte trasera de mi casa. Ella sonrió y a mí me gustaron sus dientes, me gustó su rostro iluminado por la sencilla pretensión de la flor y quise regalarle todas las flores que me encontraba a diario por los caminos. Menos mal había visto de todos los colores, con formas muy distintas y con olores bien particulares. Recordaba la ubicación de cada una de ellas y pronto se las regalaría, una a una, a Camcas.

El asunto de la libertad, la igualdad y la fraternidad calentó la situación en la ciudad. Ya no se podía vivir “tranquilo” puesto que en cualquier momento cientos de personas enfurecidas arremetían contra casas y almacenes. Mi suegra decidió venirse a vivir al campo y traerse con ella a su hija. Por lo que, de un momento a otro, empecé a verla más seguido, ya no con flores y en el jardín, sino con libros y cuadernos. Al parecer tenía un profesor que venía hasta el campo para enseñarle las cosas que dicen los libros.

Algunas veces los temores funcionan como augurios: durante muchos años no nos volvimos a ver.

Camcas no sonreía en esos momentos, solo se le veía feliz en el jardín, cuando su madre le decía “Ve a jugar, ya has hecho todas tus tareas y has leído sobre la lección de mañana”. Yo empecé a reconocer la hora en la que ella salía a jugar y me le volaba a mi padre para verla y hablarle. Un día me dijo su nombre y cuántos años tenía. Ella era mayor que yo por dos años, había nacido en mayo y yo en marzo. Recuerdo todo con total detalle, como si hubiese sido esta mañana; entonces llevaba un vestido blanco y el cabello suelto; era negro, totalmente negro.

A mí padre le daba igual si yo hablaba con Camcas. Solo quería que le ayudara a trabajar la tierra. Solo una vez la mencionó y fue muy claro: “No sueñes demasiado con esa niña”, decía. El viejo argumentó durante horas que la sociedad estaba muy bien dividida: nosotros estábamos del otro lado del puente, justo en la parte en la que la gente dormía con tierra en las uñas esperando despertar, con el primer rayo del sol, para ensuciarse nuevamente con lodo y tierra. A mí no me importaba eso, me bastaba con la sonrisa de Camcas.

¡Toc, toc, toc!

Creo que tocan mi puerta…

Ha sido mi amigo para informarme que hay soldados cerca. Y casi nunca hay soldados por estos lares. ¿Qué querrán?

En fin, continúo. Una vez mi suegra regañó a Camcas. Nos vio hablando en el cercado, donde siempre nos hacíamos para saludarnos y le dijo “¡Niña, ven acá, no tienes nada qué hacer ahí!”. Ella salió corriendo, asustada, y yo sentí temor de no verla más. Algunas veces los temores funcionan como augurios: durante muchos años no nos volvimos a ver. Yo sentí que sobre nuestras cabezas se anclaron, para siempre, mil tormentas; el día y la noche eran siempre lo mismo y sentía que no podría recuperar la vitalidad que antes me rodeaba, cuando la veía en el jardín.

Hace cuatro años que mi padre enfermó. Camcas sabía de medicina, pues había leído bastantes libros y conocía muy bien el funcionamiento del cuerpo. Por razones que aún no logro entender (y que realmente no quiero entender), ella atendió a mi padre acá en casa. Yo volvía corriendo del sembrado cuando encontré las puertas abiertas y a algunos amigos de papá afuera. “Hemos traído a la hija de la Señora, que es buena en estos temas. Tu padre está sin fuerzas, con fiebre y sudando”, me dijeron. Yo me preocupé y quise saber, además de la salud de papá, quién era la “hija de la Señora” y si acaso era La Hija de la Señora, la misma que yo saludaba y a quien le regalaba flores, la misma que había dejado de ver.

En efecto era ella. Mandó a comprar unas sustancias raras, “químicos” le decían, y a conseguir algunas plantas. Papá no resistió y a los pocos días murió. Una ola de tristeza me golpeó y, por días, no me atreví a salir de casa. Camcas sabía de mi situación y, al ser una mujer con mayor edad, salía de su casa a visitarme sin importar lo que su madre le dijera. En esos momentos, y lo debo decir hoy con total gratitud, ella me salvó.

Éramos felices viviendo a veces como campesinos y a veces como letrados: en las noches ella me leía sobre literatura y sobre flores; leía algunos libros suyos que eran los favoritos y me explicaba las cosas que yo no entendía. 

Cada vez me visitaba con mayor frecuencia y se quedaba conmigo mucho tiempo. Papá me había dejado algún dinero y conseguí dos peones que trabajaran la tierra. Aunque no me gustaba quedarme quieto y prefería el trabajo, disfrutaba de los días en los que simplemente hablaba y hablaba por horas con Camcas. Nos volvimos muy cercanos; familiares, casi inseparables. Mi suegra quería que ella se casara con Miguel, un prestigioso doctor de la ciudad, pero yo estaba convencido de que el corazón de ella estaba conmigo, de manera que no le prestamos atención a tal deseo y nos resolvimos a vivir juntos.

¡Toc, toc, toc!

Sabrán disculparme, pero de nuevo tocan la puerta.

Era Antonio, nuestro hijo. Ha vuelto temprano a casa porque los soldados se lo han ordenado, me dice que hay toque de queda y que debemos acatar dicho mandato si no queremos problemas.

Mi suegra estuvo muy mal de salud cuando supo que, de manera resuelta, Camcas viviría conmigo. Se opuso de todas las formas posibles y hasta llegó a ofrecerme el título de una tierra lejos de aquí para que yo me fuera. Ni el dinero, ni las tierras, ni nada pudo romper lo que ya estaba pactado. Éramos felices viviendo a veces como campesinos y a veces como letrados: en las noches ella me leía sobre literatura y sobre flores; leía algunos libros suyos que eran los favoritos y me explicaba las cosas que yo no entendía. Yo le enseñé a cultivar y a cuidar de las ovejas, le enseñé de árboles y de cómo asistir el parto de nuestras vacas. Ahora recuerdo que juntos plantamos un árbol de duraznos.

En los últimos días se han escuchado rumores de que se avecina una gran revolución. Ya varios hombres nos han advertido de lo que ganaríamos si nos unimos a esta revuelta. No sabemos fechas, pero lo sentimos en el ambiente. Todo ha estado muy tenso por los últimos días. A lo mejor por eso están los soldados acá.

La madre de Camcas, antes de morir, nos mandó a llamar. Nos dijo que “al final, lo que realmente importaba era que uno se sintiera a gusto con la vida”. Me pidió que cuidara de su hija como si se tratara del tesoro más importante hallado por hombre alguno, petición que sobraba, pues yo sabía muy bien el valor de compartir los días con Cam.

Hoy creo que lo que acabó con mi suegra fue la resignación. Aunque debo contarles que, ese mismo día, mandó a organizar una gran comida y una fiesta en nuestro nombre. Fue una gran noche, pues sentía una paz inquebrantable en mi interior.

Quisiera contarles lo que sucedió cuando nació Antonio, pero a lo lejos se escucha mucho ruido y ha pasado un hombre gritando que es hora, que los soldados han sido asesinados y que es momento de tomarnos el palacio.

Siento miedo por lo que pueda sucederme.

¡Toc, toc, toc!

Están tocando mi puerta y veo gente correr con antorchas. Todo se quema afuera en la ciudad, el humo y las llamas se ven desde acá.

-¡Volveré pronto, Cam! Cuida de Antonio. Si deben huir, ve a las tierras del sur. Juro que iré a buscarlos. 

Basado en el argumento del ballet » La fille mal gardée» .

Escrito por: Juan Pablo González Castaño
Periodista, UdeA
Collage: Jessica Mileidy Agudelo

Posted by:Acento Ballet

Revista digital de ballet.

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